Friday, March 31, 2017

Democracia y el desprestigio de la protesta

Democracia y el desprestigio de la protesta

En estos últimos días han circulado, por las redes y medios de comunicación, las imágenes de un estudiante que le escupe a un profesor durante las actividades de huelga en la Universidad de Puerto Rico. Las reacciones ante tal acto no se han hecho esperar y las redes sociales así lo evidencian. Por un lado se expresan quienes apoyan el acto y la causa. Por otro, se posicionan quienes catalogan el gesto como una afrenta a la dignidad humana y clasifican al movimiento estudiantil, peyorativamente, de “pelús” y “comunistas”. Es en esta lluvia de acusaciones y críticas en lo que quisiera centrar la atención pues parece evidente que la agresión contra el profesor constituyó una humillación, además resulta innegable que la opinión pública la ha desaprobado y se recrimina violentamente al perpetrador. Esta acción ha propiciado un ambiente de animosidad que, a su vez, ha expuesto un sentimiento, aparentemente generalizado, de rechazo a la protesta. Una actitud, profundamente extraña dentro de un régimen político democrático pero no tan descabellada dentro de uno en el que la democracia sea de carácter superficial.

Este fenómeno merece especial atención pues: ¿Cómo es posible que un país, que se considera a sí mismo democrático, sea incapaz de admitir la protesta como mecanismo legítimo de lucha? Es aquí donde entran en juego la historia colonial de la isla y el trabajo de los medios de comunicación para demonizar cualquier esfuerzo subversivo. En este sentido el dominio colonial que descansa sobre Puerto Rico ha logrado desmontar cualquier imaginario crítico. Para conquistarlo se ha trabajado desde la educación, mediante la supresión de la historia combativa del país, favoreciendo un pobre desarrollo del pensamiento crítico colectivo y la institucionalización de la normalidad como meta de vida. Una normalidad caracterizada por el respeto absoluto a un ordenamiento social que prima el valor productivo de las instituciones sobre las condiciones dignas de convivencia.

Desde el sistema educativo se han promovido conductas que tienden a la docilidad, a la enajenación y al desconocimiento del propio sistema social que se habita. De esta forma, se ha construido una ciudadanía preocupada casi exclusivamente por las libertades individuales, con carencias a nivel de pensamiento y con pleno desconocimiento de sus derechos y deberes. Se ha producido una ciudadanía que no conoce su relación con el gobierno y que ignora las causas y la profundidad de la actual crisis social. Se ha potenciado una paulatina muerte del carácter sociopolítico puertorriqueño al reducirlo a la banal politiquería que atiende temas de estatus basados en la ficción. En otras palabras, desde la educación y los medios de masa se ha reducido al sujeto político a un ser sumiso, personalista y falto de visión de conjunto. Se ha limitado la puertorriqueñidad a los deportes, al “vacilón” y una falsa corrección social  que castiga cualquier transgresión al ordenamiento vigente.  

La falta de ciudadanía es evidente en los comentarios en detrimento de la huelga. Cuando se les responsabiliza del problema de la universidad a los “pelús”, a “los miqueadores que no quieren estudiar” o a los “comunistas que quieren destruir el país”. “Quieren terminar como Cuba o Venezuela” dicen algunos, ignorando la falta de contexto y mostrando orondamente su desconocimiento por el desarrollo de las distintas sociedades. Se recurre, con frecuencia, a la demonización yanqui de la izquierda donde todo lo que aspire a propiciar escenarios de justicia social es producto del comunismo y del socialismo. Es la reducción de toda persona que crea en la igualdad, en la justicia y en el bien común, a comunista. Una crítica que necesariamente resalta el carácter anómalo del transgresor quien además rompe con las normas de estética establecidas. En resumidas cuentas, los subversivos constituyen la minoría, son problemáticos, violentos, pelús y comunistas. Son el auténtico reflejo de seres antisociales que no pueden adaptarse a la norma moral del país. Los subversivos constituyen una construcción simplista y problemática del “otro” que representa un problema para aquellos que quieren vivir en paz. Aquellos que atesoran y exaltan la presencia del yugo en sus vidas. Un yugo que ha sido aceptado mayoritariamente tras décadas de bombardeo ideológico.

Los productos más notables de esa deformación cultural son la apatía y el sentir apolítico de muchos que se refugian tras la frase de “todos los políticos son iguales” o “las cosas siempre han sido así”. Unas expresiones que evidencian el fracaso de nuestro proyecto de país pues es la ciudadanía, constituyendo la base de los gobiernos democráticos e incluso en aquellos de formulación aparente, la responsable de provocar la transformación social. El notable desprestigio de la protesta en nuestro país es uno de los principales indicadores de este fracaso. Y por una parte, responde al esfuerzo invertido desde las instituciones para degradar el espíritu de la ciudanía. Un esfuerzo por construir una población maleable, que asuma las embestidas en su contra con naturalidad y desesperanza.  

En segundo término, el carácter arbitrario de “la izquierda” ha contribuido a la reducción de adeptos y a la fuerte crítica desde el sector civil. La falta de inclusión, la rigidez estructural y el resentimiento mostrado hacia la apatía ciudadana no han resultado como armas eficaces para impulsar movimientos de resistencia. El anquilosamiento en imaginarios de luchas de clase, la reducción al dualismo de buenos y malos, de burgueses y explotados, al final se ha quedado corto. Pues la característica fundamental del sistema moral sociopolítico capitalista es precisamente su dinamismo. Su capacidad para borrar fronteras y ocupar espacios diversos incluida, principalmente, la moral. Una moral que nos relaciona con el trabajo, con el bien y el mal, y que condiciona la especial relación entre la libertad individual y las aspiraciones colectivas. Siendo la libertad individual el motor de un sistema centrado en la valoración de las oportunidades y que considera la capacidad de elegir como sinónimo de libertad. En otras palabras, vivimos en un sistema moral-social en el que se valora a la gente en función de su relación con la propiedad y donde la felicidad se vincula al abanico de opciones a consumir desde el imaginario de libertad material. De ahí que cada vez que hay una marcha y se detiene el tráfico las personas viven enfurecidas con los manifestantes pues les han atrasado en su cotidianidad, han violentado su libertad individual, pero la reflexión sobre el marco colectivo es inexistente. Se aboga por la solidaridad, siempre y cuando no afecte la correcta consecución de mi interés. Un interés que cada vez es más abarcador y versátil gracias a las nuevas tecnologías y el factor de la inmediatez.

 En esa misma línea y como tercer punto en cuanto al desprestigio de la protesta, se encuentra el propio cambio social que va exigiendo nuevas formas de lucha que cada vez se distancien de los enfrentamientos tradicionales. La verdadera transgresión al poder hegemónico, a mi juicio, no está en la protesta y la demostración de poder momentánea sino en el modo de organización autogestionado. El impulso ciudadano de nuevos imaginarios económicos que atenten contra la relación social con la propiedad. La proliferación de redes horizontales de producción y consumo, el distanciamiento de los sectores financieros y la constante fiscalización de los actores políticos desde las redes sociales son solo algunos pasos hacia ese cambio de paradigma de lucha. De igual forma será importante evitar caer en ciclos individualistas pues el éxito de estas acciones reside en el diálogo y la puesta en común de intereses que materialicen resultados concretos. Esta modalidad de lucha no se limita a la firma de peticiones online o al poder del “like” en las redes sociales sino que debe ser un complemento entre pensamiento, comunicación y acción tanto a nivel virtual como real/físico.

En definitiva, por una parte, considero que como país necesitamos entrar a observar los procesos sociales desde la complejidad, lejos de los personalismos o la moral de lo políticamente correcto. Es necesario empezar a pensar procesos y pasos concretos para crear un proyecto colectivo. Es preciso dejar el imaginario de dependencia  pues la situación presente obliga a idear proyectos de autoabastecimiento y subsistencia. Es momento de pensar en el país que queremos y en qué hace falta para construirlo. Como requisito básico para iniciar esa reflexión, es necesario apartar las gríngolas partidistas. Por un lado, el Partido Popular ha fallecido después de la decisión de Sánchez-Valle. Este es un hecho evidente, contundente e inescapable. Por su parte, el Partido Nuevo Progresista tiene como negocio vender un sueño que nunca se materializará y eso es una realidad. En la política, las asimetrías de poder deben ser tomadas en serio y más aún si la relación es de carácter colonial como bien lo evidencia la Junta de Control Fiscal. Una Junta que opera de forma muy distinta a como lo ha hecho en el pasado con otros estados de la unión. Una situación lógica en función de la relación desigual con la metrópolis.  

En cualquier caso, la partidocracia que gobierna y divide al país ha perdido su poder a manos de la Junta de control fiscal. Una Junta que gobierna por encima de un gobierno que ha demostrado ser igual de ineficiente que sus predecesores. Ante este escenario pregunto yo… ¿Qué detiene a la ciudadanía de salir a la calle y lograr la renuncia del gobierno, reformar el sistema político y nombrar gente competente para dirigir el país? ¿Qué se interpone entre el ejercicio del poder y la ciudadanía? ¿Cuál es la dificultad para imaginar un proyecto de país? ¿Qué detiene a los puertorriqueños de crear movimientos autogestionados que atenten contra los poderes tradicionales? Cierto es que ya se ha empezado a mover la sociedad de forma horizontal pero esto no debe excluir la forma vertical del poder. Pues es esa última la que oficializa y legitima el proyecto de país.

En definitiva, ya viene siendo hora de trabajar en todas direcciones. Ya viene siendo hora de incidir en el mundo político. Porque esa esfera de interacción no está reservada para unos cuantos sino para todos. Ya basta de tolerar la mediocridad en las instituciones que rigen, o regían, el destino del país. Es momento de adueñarse del futuro antes de que no quede país por reconstruir. El resto del mundo ya ha logrado su soberanía. ¿A qué esperamos nosotros? Aún sigue vigente la pregunta que en su momento hizo Betances: ¿Qué le pasa a los puertorriqueños que no se rebelan? A estas alturas ya no son necesarios los fusiles pues las armas son de otra índole y las redes sociales así lo han demostrado. A estas alturas nos queda como única opción construir un país.

Víctor A. Meléndez