Democracia y el
desprestigio de la protesta
En estos últimos
días han circulado, por las redes y medios de comunicación, las imágenes de un
estudiante que le escupe a un profesor durante las actividades de huelga en la
Universidad de Puerto Rico. Las reacciones ante tal acto no se han hecho
esperar y las redes sociales así lo evidencian. Por un lado se expresan quienes
apoyan el acto y la causa. Por otro, se posicionan quienes catalogan el gesto
como una afrenta a la dignidad humana y clasifican al movimiento estudiantil,
peyorativamente, de “pelús” y “comunistas”. Es en esta lluvia de acusaciones
y críticas en lo que quisiera centrar la atención pues parece evidente que la agresión
contra el profesor constituyó una humillación, además resulta innegable que la opinión
pública la ha desaprobado y se recrimina violentamente al perpetrador. Esta acción
ha propiciado un ambiente de animosidad que, a su vez, ha expuesto un
sentimiento, aparentemente generalizado, de rechazo a la protesta. Una actitud,
profundamente extraña dentro de un régimen político democrático pero no tan
descabellada dentro de uno en el que la democracia sea de carácter superficial.
Este fenómeno
merece especial atención pues: ¿Cómo es posible que un país, que se considera a
sí mismo democrático, sea incapaz de admitir la protesta como mecanismo
legítimo de lucha? Es aquí donde entran en juego la historia colonial de la
isla y el trabajo de los medios de comunicación para demonizar cualquier
esfuerzo subversivo. En este sentido el dominio colonial que descansa sobre
Puerto Rico ha logrado desmontar cualquier imaginario crítico. Para conquistarlo
se ha trabajado desde la educación, mediante la supresión de la historia combativa
del país, favoreciendo un pobre desarrollo del pensamiento crítico colectivo y
la institucionalización de la normalidad
como meta de vida. Una normalidad caracterizada por el respeto absoluto a un
ordenamiento social que prima el valor productivo de las instituciones sobre
las condiciones dignas de convivencia.
Desde el sistema
educativo se han promovido conductas que tienden a la docilidad, a la
enajenación y al desconocimiento del propio sistema social que se habita. De
esta forma, se ha construido una ciudadanía preocupada casi exclusivamente por
las libertades individuales, con carencias a nivel de pensamiento y con pleno
desconocimiento de sus derechos y deberes. Se ha producido una ciudadanía que
no conoce su relación con el gobierno y que ignora las causas y la profundidad de
la actual crisis social. Se ha potenciado una paulatina muerte del carácter sociopolítico
puertorriqueño al reducirlo a la banal politiquería que atiende temas de
estatus basados en la ficción. En otras palabras, desde la educación y los medios
de masa se ha reducido al sujeto político a un ser sumiso, personalista y falto
de visión de conjunto. Se ha limitado la puertorriqueñidad a los deportes, al “vacilón”
y una falsa corrección social que
castiga cualquier transgresión al ordenamiento vigente.
La falta de ciudadanía
es evidente en los comentarios en detrimento de la huelga. Cuando se les
responsabiliza del problema de la universidad a los “pelús”, a “los miqueadores
que no quieren estudiar” o a los “comunistas
que quieren destruir el país”. “Quieren
terminar como Cuba o Venezuela” dicen algunos, ignorando la falta de
contexto y mostrando orondamente su desconocimiento por el desarrollo de las
distintas sociedades. Se recurre, con frecuencia, a la demonización yanqui de
la izquierda donde todo lo que aspire a propiciar escenarios de justicia social
es producto del comunismo y del socialismo. Es la reducción de toda persona que
crea en la igualdad, en la justicia y en el bien común, a comunista. Una crítica
que necesariamente resalta el carácter anómalo del transgresor quien además rompe
con las normas de estética establecidas. En resumidas cuentas, los subversivos
constituyen la minoría, son problemáticos, violentos, pelús y comunistas. Son
el auténtico reflejo de seres antisociales que no pueden adaptarse a la norma
moral del país. Los subversivos constituyen una construcción simplista y
problemática del “otro” que
representa un problema para aquellos que quieren vivir en paz. Aquellos que
atesoran y exaltan la presencia del yugo en sus vidas. Un yugo que ha sido
aceptado mayoritariamente tras décadas de bombardeo ideológico.
Los productos más
notables de esa deformación cultural son la apatía y el sentir apolítico de
muchos que se refugian tras la frase de “todos
los políticos son iguales” o “las
cosas siempre han sido así”. Unas expresiones que evidencian el fracaso de
nuestro proyecto de país pues es la ciudadanía, constituyendo la base de los
gobiernos democráticos e incluso en aquellos de formulación aparente, la
responsable de provocar la transformación social. El notable desprestigio de la
protesta en nuestro país es uno de los principales indicadores de este fracaso.
Y por una parte, responde al esfuerzo invertido desde las instituciones para degradar
el espíritu de la ciudanía. Un esfuerzo por construir una población maleable,
que asuma las embestidas en su contra con naturalidad y desesperanza.
En segundo
término, el carácter arbitrario de “la izquierda” ha contribuido a la reducción
de adeptos y a la fuerte crítica desde el sector civil. La falta de inclusión,
la rigidez estructural y el resentimiento mostrado hacia la apatía ciudadana no
han resultado como armas eficaces para impulsar movimientos de resistencia. El
anquilosamiento en imaginarios de luchas de clase, la reducción al dualismo de
buenos y malos, de burgueses y explotados, al final se ha quedado corto. Pues
la característica fundamental del sistema moral sociopolítico capitalista es
precisamente su dinamismo. Su capacidad para borrar fronteras y ocupar espacios
diversos incluida, principalmente, la moral. Una moral que nos relaciona con el
trabajo, con el bien y el mal, y que condiciona la especial relación entre la
libertad individual y las aspiraciones colectivas. Siendo la libertad
individual el motor de un sistema centrado en la valoración de las
oportunidades y que considera la capacidad de elegir como sinónimo de libertad.
En otras palabras, vivimos en un sistema moral-social en el que se valora a la
gente en función de su relación con la propiedad y donde la felicidad se
vincula al abanico de opciones a consumir desde el imaginario de libertad
material. De ahí que cada vez que hay una marcha y se detiene el tráfico las
personas viven enfurecidas con los manifestantes pues les han atrasado en su
cotidianidad, han violentado su libertad individual, pero la reflexión sobre el
marco colectivo es inexistente. Se aboga por la solidaridad, siempre y cuando
no afecte la correcta consecución de mi interés. Un interés que cada vez es más
abarcador y versátil gracias a las nuevas tecnologías y el factor de la
inmediatez.
En esa misma línea y como tercer punto en
cuanto al desprestigio de la protesta, se encuentra el propio cambio social que
va exigiendo nuevas formas de lucha que cada vez se distancien de los enfrentamientos
tradicionales. La verdadera transgresión al poder hegemónico, a mi juicio, no
está en la protesta y la demostración de poder momentánea sino en el modo de organización
autogestionado. El impulso ciudadano de nuevos imaginarios económicos que
atenten contra la relación social con la propiedad. La proliferación de redes
horizontales de producción y consumo, el distanciamiento de los sectores
financieros y la constante fiscalización de los actores políticos desde las
redes sociales son solo algunos pasos hacia ese cambio de paradigma de lucha.
De igual forma será importante evitar caer en ciclos individualistas pues el éxito
de estas acciones reside en el diálogo y la puesta en común de intereses que
materialicen resultados concretos. Esta modalidad de lucha no se limita a la
firma de peticiones online o al poder del “like”
en las redes sociales sino que debe ser un complemento entre pensamiento, comunicación
y acción tanto a nivel virtual como real/físico.
En definitiva, por
una parte, considero que como país necesitamos entrar a observar los procesos
sociales desde la complejidad, lejos de los personalismos o la moral de lo políticamente
correcto. Es necesario empezar a pensar procesos y pasos concretos para crear
un proyecto colectivo. Es preciso dejar el imaginario de dependencia pues la situación presente obliga a idear
proyectos de autoabastecimiento y subsistencia. Es momento de pensar en el país
que queremos y en qué hace falta para construirlo. Como requisito básico para
iniciar esa reflexión, es necesario apartar las gríngolas partidistas. Por un
lado, el Partido Popular ha fallecido después de la decisión de Sánchez-Valle.
Este es un hecho evidente, contundente e inescapable. Por su parte, el Partido
Nuevo Progresista tiene como negocio vender un sueño que nunca se materializará
y eso es una realidad. En la política, las asimetrías de poder deben ser
tomadas en serio y más aún si la relación es de carácter colonial como bien lo
evidencia la Junta de Control Fiscal. Una Junta que opera de forma muy distinta
a como lo ha hecho en el pasado con otros estados de la unión. Una situación lógica
en función de la relación desigual con la metrópolis.
En cualquier caso,
la partidocracia que gobierna y divide al país ha perdido su poder a manos de la
Junta de control fiscal. Una Junta que gobierna por encima de un gobierno que
ha demostrado ser igual de ineficiente que sus predecesores. Ante este
escenario pregunto yo… ¿Qué detiene a la ciudadanía de salir a la calle y
lograr la renuncia del gobierno, reformar el sistema político y nombrar gente
competente para dirigir el país? ¿Qué se interpone entre el ejercicio del poder
y la ciudadanía? ¿Cuál es la dificultad para imaginar un proyecto de país? ¿Qué
detiene a los puertorriqueños de crear movimientos autogestionados que atenten
contra los poderes tradicionales? Cierto es que ya se ha empezado a mover la
sociedad de forma horizontal pero esto no debe excluir la forma vertical del
poder. Pues es esa última la que oficializa y legitima el proyecto de país.
En definitiva, ya
viene siendo hora de trabajar en todas direcciones. Ya viene siendo hora de
incidir en el mundo político. Porque esa esfera de interacción no está
reservada para unos cuantos sino para todos. Ya basta de tolerar la mediocridad
en las instituciones que rigen, o regían, el destino del país. Es momento de
adueñarse del futuro antes de que no quede país por reconstruir. El resto del
mundo ya ha logrado su soberanía. ¿A qué esperamos nosotros? Aún sigue vigente
la pregunta que en su momento hizo Betances: ¿Qué le pasa a los puertorriqueños que no se rebelan? A estas
alturas ya no son necesarios los fusiles pues las armas son de otra índole y
las redes sociales así lo han demostrado. A estas alturas nos queda como única opción
construir un país.
Víctor A. Meléndez